El hocico de Schrödinger apareció olisqueando curioso, rompiendo el tenue haz de luz que se filtraba por la rendija entreabierta de la enorme caja en la que dormían hacinados los micromachines, los tazos viejos, las vías de un oxidado trenecito y todos los playmobil que durante dos generaciones habían creado tantas aventuras de piratas y bucaneros. El aliento húmedo del cachorrillo goteó sobre el Corsario Benbow, haciéndolo maldecir con un improperio tal que hizo sonrojar a las olvidadas Barbies rotas.
-¡Demonio de...! ¡Si es un chucho apestoso! Ven perrito... eso es... acércate, así, vamos, un poco más... ¡te tengo!
Enmarañó sus manos en la barriga de Schrödinger y se izó para agarrarse tan fuerte como pudo, pegado a su vientre como una garrapata.
Pronto el cachorro encontró una sucia muñeca de trapo que mordisquear, y moviendo alegre la cola por su hallazgo trotó feliz a su cojín dispuesto a dar buena cuenta de su nuevo juguete hasta dejarlo irreconocible. En ese momento, sigilosamente, el Corsario Benbow se dejó caer deslizándose suavemente hasta el suelo, libre al fin, aún intentando asimilar que había escapado de la prisión del viejo cajón donde quedaban relegados los juguetes con los que ya nadie jugaba. Había soñado con ese momento tantas noches, recordando en la oscuridad con sus compañeros de andanzas las mil y una aventuras surcando en su viejo galeón de guerra estanques infestados de cocodrilos de plástico y peces de colores que nadaban amedrentando a los incautos dejando ver sus aletas de tiburón sobre la superficie; la batalla con aquellos indios en la que una flecha que le rozó demasiado la cara se llevó su ojo derecho y le obligaba desde entonces a lucir su ya raído parche pirata; o aquella cacería en la jungla en la que salvó el pellejo de milagro, no como su amigo Willy, el guardián del tesoro de la isla, del que había enterrado los trozos que pudo recuperar bajo una enorme palmera después de verlo morir despedazado por una manada de tigres salvajes.
Ardía en deseos de recorrer de nuevo aquellos agrestes lares en los que había curtido su vida a base de ron, canciones piratas y las cicatrices que formaban un mapa en todo su cuerpo. Por suerte aún recordaba los recovecos por los que aprendió en otras épocas a deslizarse para atravesar por las hendiduras los portones y salir al exterior... aunque con la llegada del perro una enorme compuerta cuadrada le permitía salir sin arrastrarse... ¡perfecto!
Necesitaba sentir el frescor de la brisa nocturna en la cara... Contempló maravillado el despejado cielo primaveral que le envolvía, la bóveda cuajada de las lágrimas brillantes con las que había aprendido a hablar y entenderse en sus largas travesías nocturnas, surcando aguas aquí y allá. En tantas ocasiones se había sentido terriblemente solo en la inmensidad del Universo viéndolas centellear más lejos de lo que su razón jamás alcanzaría a imaginar. La majestuosidad que su ojo sano contemplaba le encogía el corazón y le formaba un nudo de congoja en la garganta que él no podía permitirse... ¡Era un pirata! ¡No un mariquita ni un niño llorica que se deja impresionar fácilmente!
Corrió en busca de la pila de arena que era el enclave secreto de su isla del tesoro... pero en su lugar una bonita fuente de piedra dejaba escapar el murmullo del agua clara que caía en una pequeña cascada. Entonces oteó para localizar la alberca de tiburones y caimanes... una magnífica piscina de aguas cristalinas había sustituido su charca... ¡y con cloro! ¡Habían exterminado a los peces! Quiso perderse en la jungla donde la planta más pequeña le triplicaba el tamaño, pero por más que anduvo en la dirección que le marcaban las estrellas no consiguió dejar atrás el suelo de loza... ¡Ah, el hombre! ¡Malvado! Había destrozado su paraíso virgen, en el que tan feliz fue, cambiándolo por frívolas comodidades...
Volvía desanimado en busca de su caja de juguetes rotos, cabizbajo, melancólico... intentando asumir que él no era más que otro viejo juguete destinado al olvido y al destierro de un paraíso que ya sólo existía en los recuerdos de su memoria, cuando sintió un calor húmedo en su espalda. Un lametón ¡puag! ¡estaba lleno de babas de perro! Schrödinger se había aburrido de su inerte despojo de trapo al despertar su curiosidad el pequeño hombrecillo moviéndose por el jardín. Intentó correr, pero el can era más rápido. Se escondía entre sus patas provocando el desconcierto del animal, trepó por su cola hasta su lomo y lo cabalgó como le contaban los jinetes indios que habían hecho ellos en sus aventuras. Schrödinger se revolvía juguetón, ilusionado porque al fin había encontrado quien le hiciese algo de caso, aunque no tanto como el Corsario Benbow que de nuevo se sentía libre, al fin alguien jugaba de nuevo con él, y qué más le daba que fuesen niños o cachorros, ¡él era un juguete y su misión era hacer jugar!
Y así pasaron la noche, correteando, trotando, agazapándose, acechando, saltando, siendo protagonistas de cacerías y persecuciones, hasta que el pequeño Schrödinger comenzó a acusar el cansancio de esas correrías nocturnas y decidió que era el momento de volver a refugiarse en su cómodo cojín de guata. Y allí, hecho un pequeño ovillo de pelo, se quedó dormido escuchando relatos de aventuras de piratas y bucaneros.
El Corsario Benbow esa noche regresó a su cajón, y durmió plácidamente con una sonrisa en la boca, como hacía años que no dormía, y desde entonces, cada noche, cuando el ajetreo del piso de arriba cesaba, en silencio, el cachorro empujaba con su húmedo hocico la tapa para dejar salir a su amigo aventurero, que le contaba mil emocionantes historias de islas de tesoros, mares llenos de tiburones y peligrosas escaramuzas con animales salvajes; piratas, corsarios y bucaneros que surcaban los siete mares al son de ho! ho! ho! la botella de ron!
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