Estaba desencantada.
Hacía tiempo que el mundo perdía sus colores, que se diluían en la incesante lluvia que día tras día no paraba de azotar el cristal de su ventana.
El gris era un color tan... tan sin color...
Desde que abría los ojos sólamente veía el color gris, expandiéndose, extendiéndose a todo lo que alcanzaba su pequeño paraíso, dejando en blanco y negro su jardín del Edén particular donde tanto añoraba jugar. Echaba de menos sentir el verde de la hierba fresca al saltar, oler el rojo de los rosales, aguantar el equilibrio entre el blanco de las flores de los almendros, e incluso añoraba huir del azul del agua que tanto miedo le daba. El maldito gris se había adueñado de todo... le había robado la alegría de descubrir la pureza en cada color de su mundo, haciendo de él un lugar monótono, sin contrastes, lleno de tanto gris triste que se le encogía el corazón de la pena.
Y entonces, aquel día, casi sin darse cuenta, mientras saltaba del capó al techo del coche con desgana para pasar el rato, un brillo ahí en el cristal llamó su atención. Se acercó muy despacio pero sin temor, curiosa como era, y allí, en el parabrisas, justo enfrente de ella alcanzó a vislumbrar un leve destello verdoso mirándola desde el reflejo, al principio suave, más intenso cuanto más se cercioraba de que era realmente un color entre el gris. Eran unos enormes, inquietos e inteligentes ojos esmeralda de gata intrépida los que acababan de romper la desazón de su mundo gris.
Y allí, asombrada por lo que acababa de descubrir, se quedó bloqueada buscándole sentido a su fascinante visión. Durante tres días y tres noches no fue capaz de conciliar el sueño, no pudo comer, y ni siquiera se acercaba a buscar las carantoñas melosas con que la solían recompensar por su fidelidad y su caracter noble. Tres días y tres noches sin poder apartar de su cabeza esa imagen, sin encontrarle sentido, preguntándose el porqué de tan turbadora visión. ¿Sería un mensaje que tenía que descifrar? ¿Una extraña providencia con la que ella tendría algo que ver?
Al fin, acabando la tercera noche, buscando iluminación en las estrellas, una fugaz idea le cruzó la mente como un destello... ¿podría ser...?
Se concentró, y dedicó todo su esfuerzo a dar forma a aquella explicación que le parecía cada vez menos descabellada cuanta más forma tomaba, mientras esperaba que el alba le diese la razón. Y como todo llega, efectivamente, al amanecer, los primeros rayos de luz bañaron su cielo poco a poco de morados, para ir convirtiéndose después en naranjas y rosas, antes de transformarse en un limpio celeste que hacía brillar el verde de su hierba, el rojo de sus rosas, el blanco de sus almendros y el azul de su agua.
Y así fue como aprendió una importante lección: a no dejarse vencer ante el gris, aunque a veces parezca que lo inunda todo, que domina cada universo personal, porque el color del mundo está en los ojos de quien lo mira.
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